Terry Pratchett: mi defensa de una comisión de la eutanasia
¿Se debe permitir a los afligidos con enfermedades incurables elegir cuándo y cómo morir? En el discurso Richard Dimbleby, el autor Terry Pratchett, enfermo de Alzheimer, hace un llamamiento hacia una solución con sentido común.
De niño, jugando en el suelo de la sala de estar de la casa de mi abuela, alcé la vista hacia la televisión y vi a la Muerte hablando con un caballero. No sabía mucho acerca de la muerte por aquel entonces. Sólo era algo que les pasaba a periquitos y hámsters. Pero era la Muerte, con una guadaña, y parecía simpático. Por supuesto, no lo sabía en ese momento, pero acababa de ver un trozo de El séptimo sello de Ingmar Bergman, en el que el caballero se deleita en un diálogo prolongado y en el famoso juego de ajedrez con el Segador siniestro, que no parecía tan siniestro.
La imagen ha permanecido conmigo desde entonces y la Muerte como personaje apareció desde mi primera novela del Mundodisco. En la saga se ha convertido en uno de los personajes más populares. Implacable, porque ése es su trabajo, pero con una especie de compasión medio velada por una especie de criaturas que son para él tan efímeras como las cachipollas, pero que sin embargo pasan su breve vida fijando leyes para el universo y contando las estrellas.
No tengo ningún recuerdo claro de la muerte de mis abuelos, lo único que sé es que mi abuelo paterno murió en la ambulancia de camino al hospital justo después de haber comido la cena que él mismo se había preparado, a los 96 años. Se había sentido muy raro, había pedido a un vecino que llamara al médico, se había subido con calma a la ambulancia y se apeó del mundo. Si eso no es morir tranquilo... Según mi padre, sólo se quejó a los camilleros de que no había tenido tiempo de terminarse el pudín. No estoy del todo seguro sobre cuánta verdad hay en todo esto. Mi padre tenía un gran sentido del humor que tuvo el acierto de legarme, probablemente para compensar las pérdidas de orina, la baja estatura y la calvicie masculina, que lamentablemente venían de regalo.
La muerte de mi padre se alargó más: tuvo un año de aviso. Fue cáncer de páncreas. La tecnología le mantuvo con vida, en casa y en un estado de comodidad y alegría razonables durante ese año, durante el que tuvimos las conversaciones que se tienen con un padre moribundo. Tal vez es cuando les conoces de verdad, cuando te das cuenta de que ahora avanzas hacia el sonido de los disparos y estás listo para escuchar los consejos y recuerdos que una vida demasiado entretenida no te permitió. Me soltó todas las anécdotas que ya le conocía, sobre su estancia en la India durante la guerra, y me sorprendió con otras que nunca había oído. Un día, se levantó de repente y me dijo: "Puedo sentir el sol de la India en la cara", y su rostro se iluminó casi por arte de magia, con más brillo y felicidad de lo que le había visto durante todo ese año, y si hubiera habido justicia o sensibilidad narrativa en el universo, habría muerto allí mismo, protegiéndose los ojos del sol de Karachi.
No fue así.
El día que le diagnosticaron el cáncer me dijo: "Si me llegas a ver en una cama de hospital, lleno de tubos y cables, y del todo inútil, diles que apaguen la máquina". De hecho, pasó poco menos de quince días en el hospicio antes de morir, como una especie de daño colateral en la guerra entre el cáncer y la morfina. Y en ese momento dejó de ser él y empezó a convertirse en un cadáver, un cadáver que apenas se movía de vez en cuando.
Al volver a casa después de la muerte de mi padre, le hice una raspada al Jaguar en un muro de piedra de Hay-on-Wye. Para ser justos, es casi imposible no raspar un Jaguar en los muros de Hay-on-Wye, aunque no tengas los ojos empañados por las lágrimas. Lo que no sabía en ese momento, pero que ahora apenas dudo, es que mi propia enfermedad estaba haciendo acto de presencia con gran sutileza.
Cuando el especialista me comunicó que tenía atrofia cortical posterior (ACP), una variante rara del Alzheimer, podría jurar que le vi rodeado por un rectángulo de líneas rojas llameantes. El mundo entero había cambiado.
La ACP se manifiesta a través de problemas de la vista, y dificultades con tareas topológicas, como abotonarse la camisa. Tengo lo contrario a un superpoder, a veces no puedo ver lo que está ahí. Veo la taza de té con mis ojos, pero mi cerebro se niega a enviar el mensaje de la taza de té. Es muy Zen. Al principio, no hay taza de té y, a continuación, porque sé que ahí hay una taza de té, ésta aparece la próxima vez que mire. Tengo ciertos trucos para hacer frente a este tipo de cosas: los que tenemos ACP aprendemos a vivir en un mundo con trucos.
Si no supieras que tengo algo raro, no te darías ni cuenta. La enfermedad avanza lentamente, pero sabes que está ahí. Imagina un accidente de coche a cámara súper lenta. Parece que no pase nada. De vez en cuando se escucha un ruido, como de algo que se aplasta, salta un tornillo y gira por el salpicadero como si estuviéramos en el Apollo 13. Pero la radio sigue sonando, la calefacción está encendida y no parece tan malo, a excepción de la certeza de que, tarde o temprano, saldrás despedido por el parabrisas.
He oído decir que algunas personas sienten que las están evitando una vez se sabe que tienen Alzheimer. Para mí ha sido todo lo contrario. La gente quiere hablar conmigo: por la calle, en la cola del teatro, en los vuelos sobre el Atlántico, incluso en los paseos por el campo. Quieren hablarme sobre su madre, su marido, su abuela... Cada vez más, quieren hablar de lo que prefiero llamar "muerte asistida", pero que todavía se llama, erróneamente en mi opinión, "suicidio asistido".
Cuando era periodista, joven, pálido y nervioso, aprendí mucho sobre el suicidio. Formaba parte de mis tareas habituales ir a las dependencias forenses, donde vi todas las formas en que un cerebro perturbado puede planear la muerte. Los periódicos eran un poco menos gráficos por aquella época, y no solían entrar en demasiados detalles, pero yo sí debía escuchar. Recuerdo que los forenses nunca hablaban de "locura". Eran más compasivos y preferían decir que el sujeto se había "quitado la vida en un estado mental alterado". Había cierta ambigüedad en la frase, una sugerencia de vientos del destino y circunstancias abrumadoras.
De hecho, por ahora, he llegado a la conclusión de que una persona puede tomar la decisión de morir porque tiene un estado mental equilibrado, realista, pragmático, estoico y nítido. Y por eso no me gusta hablar de "suicidio asistido" como algo aplicado al proceso bien planeado y pensado de acabar con la vida de cada uno mediante la benevolencia médica.
Quienes hasta ahora han sufrido el viaje a Suiza para morir en Dignitas me parecían firmes y decididos, con una visión clara de querer tener su muerte en sus propias manos. En resumen, podrían tener un estado mental más equilibrado que el del mundo que les rodea.
Y una vez más recuerdo a mi padre. Él no quería pasar la muerte en vida. No era esa clase de persona. Quería despedirse de mí, y conociéndole, probablemente habría terminado con alguna broma. Si las enfermeras hubieran puesto la jeringuilla en la cánula, yo la habría empujado, y sentido que era mi deber. Por supuesto que habrían habido lágrimas, las lágrimas son algo necesario e irreprimible.
Me involucré en el debate en torno a la "muerte asistida" por accidente después de pensar largo y tendido en mi futuro con el Alzheimer, y posteriormente por escrito en un artículo con mis conclusiones. Como resultado de mi "salida del armario" sobre la enfermedad, ahora tengo contactos en las industrias de investigación médica de todo el mundo, y no tengo razón alguna para creer que una "cura" sea inminente. Como estoy bien aconsejado, creo que puede haber avances muy interesantes en los próximos dos años y yo no soy el único que tiene la esperanza de algún tipo de "pasarela", un tratamiento que me permita seguir adelante el tiempo suficiente como para que se desarrolle un tratamiento mejor.
Cuando empecé en el periodismo me dijeron que nadie tiene por qué hacer lo que su médico le dice. Lo aprendí cuando George Topley, el redactor jefe, me devolvió mi artículo y me dijo: "Nunca digas que a un paciente lo han soltado a menos que estés hablando de alguien que está detenido por razones mentales. Se dice "le han dado el alta", y aunque a los del hospital les gustaría hacerte creer que no puedes salir hasta que ellos te lo digan, puedes salir si te da la gana. Aunque, en general, es mejor no salir arrastrando el sistema de soporte vital escaleras abajo". George fue un gran periodista que de joven habría luchado contra el fascismo en la guerra civil española si no fuera porque se coló de polizón en el barco que no tocaba y acabó en el norte de Inglaterra, en Hull.
Recuerdo lo que me dijo George y prometí que, antes de dejar que el Alzheimer acabe conmigo, me encargaría yo mismo. Viviría mi vida como siempre, al máximo, y entones moriría, antes de que la enfermedad preparara una última carga, en mi propia casa, en una silla en el césped, con un brandy en la mano para tragar una versión moderna del "cóctel Brompton" que un médico tuviera a bien darme. Y con Thomas Tallis en mi iPod, le estrecharía la mano a la Muerte.
Me parece bastante razonable y sensato que alguien con una enfermedad grave, incurable y extenuante pueda escoger una muerte con cita médica. Hoy en día, la mayoría de muertes no traumáticas (por ejemplo, muertes que no implican varios automóviles, un camión cisterna y hielo en la carretera) tienen lugar en hospitales y hospicios. No hace mucho, se moría en la cama de cada uno. Los victorianos sabían morir: vieron mucha muerte. Y el Londres victoriano y eduardiano estaba inundado con lo que podríamos llamar drogas recreativas, que se consideraban un regalo y una bendición para todos. Marcharse a tiempo con la ayuda de un médico era muy habitual.
¿Todavía es válido esto? Parece que sí. ¿Temían los victorianos a la muerte? Como dice la Muerte en uno de mis propios libros, la mayoría de gente no teme la muerte, teme todo aquello (el cuchillo, el naufragio, la enfermedad, la bomba) que precede, por microsegundos si tienes suerte y por muchos años si no, el momento exacto de la muerte.
Y esto nos lleva al tema de cuidar o matar.
La asociación Care Not Killing nos asegura que nadie tiene por qué considerar una muerte voluntaria de cualquier tipo, ya que siempre están los cuidados. Esto es cuestionable. La medicina mantiene cada vez más pacientes vivos, pacientes que requieren cada vez más cuidados. El Alzheimer y otras demencias suponen una carga enorme de cuidados al país, una carga que recae inicialmente en los familiares más cercanos, que incluso pueden ser mayores y, a su vez, estar en necesidad de algún tipo de cuidados.
Una de las mayores objeciones que suelen presentar los opositores de la muerte asistida es que los ancianos pueden ser persuadidos ilegalmente a "pedir" la muerte asistida. Podría ser, pero el Journal of Medical Ethics informó en 2007 de que no había pruebas de abusos a pacientes vulnerables en el estado de Oregón, donde la muerte asistida es legal hoy día. No veo por qué debe ser distinto en este país.
El año pasado, el gobierno británico publicó directrices sobre el tratamiento de la muerte asistida. Parece que no dejan a nadie contento. Parece que quien desee ayudar a un amigo o familiar a morir tendría que cumplir una gran cantidad de criterios para evitar la posibilidad de ser acusado de homicidio. Debemos estar agradecidos de que en teoría exista alguna posibilidad de que no se le pueda acusar, pero, con la ley en la mano, todo lo que podemos hacer es mantenernos dentro de la normativa y esperar que todo vaya bien.
Por eso, no he sido el único que ha sugerido que algún tipo de comisión investigadora no invasiva delinee el caso claramente antes de llevar a cabo la muerte asistida. Esto podría incomodar a algunos, incluyéndome a mí, ya que sugiere que el gobierno tiene el poder de decidir sobre la vida y la muerte de ciertos ciudadanos. Pero, dicho esto, el gobierno no puede eludir la responsabilidad de garantizar la protección de los más vulnerables. Y creo que debemos respetar eso. Me duele que los opositores a la muerte asistida parecen asumir que los defensores de ésta no han pensado mucho sobre el tema. De hecho, es la base y el corazón de mi discurso.
Los miembros de la comisión estarían actuando por el bien común, así como el del demandante (qué palabra más horrible), para asegurarse de que está cuerdo y bien informado, tiene un firme propósito, sufre una enfermedad mortal e incurable, y no se encuentra bajo la influencia de terceros. Haría falta alguien más sabio que yo, y sabe el cielo que de eso no falta, para determinar cómo se constituyen estas comisiones. Yo sugeriría un abogado, con experiencia en asuntos de familia y que sea bueno en reconocer lo que alguien quiere decir de verdad, y más aún, si hay presión externa. Y un médico con experiencia en tratar con las complejidades de las enfermedades graves a largo plazo.
También sugeriría que todos los miembros de la comisión fueran mayores de 45 años, momento en que puedan haber adquirido el raro don de la sabiduría, porque la sabiduría y la compasión deberían ir, en esta comisión, codo a codo con la ley. La comisión también debería comprobar que no busquen la muerte por razones que cualquiera con dos dedos de frente considere una simple angustia trivial o transitoria. Me atrevo a decir que muchos han contemplado la muerte por motivos que más tarde les parecieron bastante insignificantes. Si hemos de vivir en un mundo donde una "muerte temprana" está permitida por la sociedad, se debe permitir sólo como resultado de una cuidadosa deliberación.
Me ofrezco a mí mismo como caso de prueba. Como ya he dicho, me gustaría morir en paz con Thomas Tallis en mi iPod antes de que la enfermedad me venza. Espero que falte mucho para ello, porque si supiera que puedo morir cuando quiera, cada día pasaría a valer un millón de libras esterlinas. Si supiera que puedo morir, podría vivir. Es mi vida, mi muerte, mi decisión.
Éste es un extracto editado del discurso Richard Dimbleby de Terry Pratchett, "Estrechar la mano a la Muerte", retransmitido por la BBC1 el 1 de febrero de 2010.
Caballeros, les presento a un grande entre los grandes....
VAYA, NO ME DEJA PUBLICAR EL COMENTARIO POR QUE PASA DE 4,096 CARACTERES... LO CUELGO COMO ENTRADA -SIN SERLO, OK?
ResponderEliminarGRAN ENTRADA, PASSI!!
MORIBUNDITOS MIEDOSITOS, COBARDICAS, CAPRICHOSITOS... A CASA!!! A TOMAR POR EL PUTO!!!
Uy, mira, a mi sí me a dejado publicar este de 52...
ResponderEliminar52, nada menos! Gran mérito, emérito merito Elmerito! Y sin nada de contenido... Impresionante!
ResponderEliminarPutito!